24 Jun 2018 - 12:30 AM
Por: William Ospina
Esta tierra donde es dulce la vida (I)
En la última página de La montaña mágica, Thomas Mann se preguntó si de
esa mala fiebre de la guerra que arrasaba en su tiempo los campos de Europa se
levantaría el amor algún día; hoy en todo el mundo nos preguntamos si de las
caóticas y envilecidas metrópolis que crecen como una enfermedad sobre el
planeta podrá levantarse en el futuro una morada humana.
Sabemos que la ciudad fue desde siempre
el mejor sueño de la especie; no sabemos a qué horas ese ideal de la
civilización se convirtió en un nicho de hacinamiento y de vértigo, de hastío y
contaminación, de soledad e incomunicación. Claro que quedan en el mundo
ciudades de dimensión humana, en las que aún es posible explorar esa “utopía
del habitar urbano”, ese sueño de armonía, equilibrio, solidaridad y
creatividad que fue el signo de la ciudad en los mejores tiempos de la
historia.
Una frase de Aristóteles está en el
corazón de las reflexiones sobre la ciudad: Anthropos phisei politikon zoon.
Primero la tradujeron como: El hombre es un animal político. Después dijeron:
El hombre es por su naturaleza un viviente urbano. Y más recientemente
podríamos decir: El ser humano es un viviente que sólo puede habitar en la
cultura. La palabra política deriva de la palabra polis, como deriva de ciudad
la palabra ciudadano. Es como si sólo con la polis hubiera nacido la política y
con la ciudad hubiera nacido la ciudadanía.
Colombia fue mucho tiempo un país
campesino. Aquí era posible vivir en los campos todo el año sin que el clima
resultara desastroso. Para europeos y norteamericanos vivir en el campo tuvo que
significar inmensos sacrificios, sobre todo en los inviernos, que pueden ser
despiadados. En nuestro país ser campesino era más posible, pero el crecimiento
urbano tejió un relato de menosprecio y de difamación sobre el mundo rural.
Hace años tuve la oportunidad de
visitar con un grupo de escritores una región muy bella, la Moldavia rumana.
Nada me conmovió tanto como ver campesinos, que ya no se ven en el resto de
Europa, granjas en esos bosques otoñales, personas de distintas edades
trabajando en los campos, carretas de manzanas y remolachas llevadas por rojos
y enormes caballos, niños saltando por los setos y jugando junto a los arroyos,
ancianos amontonando el heno junto a casas llenas de adornos y de flores. Un
escritor francés que iba conmigo me dijo con convicción y con cierto entusiasmo
que todo eso era premoderno y pronto desaparecería. Le dije que sería una
lástima porque era muy bello, y él me respondió con aspereza que yo no sabía
cuán duro era vivir en el campo, cuánto sufrimiento humano había encerrado
allí.
No discutí, pero no dejé de preguntarme
si era tan cierto que la modernidad nos ha librado de una pesadilla dolorosa y
nos ha llevado a un mundo con menos sufrimiento, o si por lo menos podemos
decir que a cambio de ganar ciertas comodidades materiales nuestra vida se ha
empobrecido de un modo considerable, cada vez más lejos de la naturaleza y de
su misterio, cada vez más sumidos en el mundo industrial, en el mundo de los
artefactos, de las basuras y de la contaminación, con una pesadilla tecnológica
como principal horizonte de la historia.
Hay un poema de Robert Browning que se
llama La aldea y la ciudad. El poeta enumera las muchas
virtudes y excitaciones de la vida urbana comparadas con la simplicidad y el
tedio de la vida rural, como podían verse desde Londres o desde la Florencia
del siglo XIX. Pero Browning no sigue la costumbre romántica de celebrar el
campo, no idealiza la vida rural contra la prisa, el estruendo y el anonimato
de la metrópoli, más bien resalta la ironía de que la vida urbana es excitante,
prodigiosa y espléndida pero inaccesible. Música, animación, asombro, inventos,
novedad, espectáculos, cambio continuo, qué fascinante es todo eso, pero ah, es
caro, carísimo… así que el narrador celebra deslumbrado la ciudad pero opta por
la aldea.
La gran pregunta que tenemos que
hacernos hoy es: ¿sí se justifica la separación del mundo entre lo urbano y lo
rural, entre el campo y la ciudad? Los griegos de la época clásica tenían una
palabra, asteios, para hablar de lo ingenioso y lo entretenido, y una palabra,
agroikos, para hablar de lo monótono y lo aburrido. La primera terminó
designando lo urbano y la segunda lo rural, pero es que tal vez ya con la
cultura griega nació en Occidente esa tendencia a oponer la naturaleza a la cultura,
el campo a la ciudad, el campesino al ciudadano. Al cabo fue en Grecia donde se
gestó el triunfo del espíritu y la desacralización de la naturaleza, la
tendencia a convertir al ser humano en la medida de todas las cosas y la
concepción del hombre como imagen y semejanza de Dios. Lo cierto es que sólo el
ser humano hace ciudades que procuran diferir de la naturaleza y triunfar sobre
ella, sólo el ser humano parece necesitar un nicho propio y se aparta del orden
natural, mientras el resto de las criaturas, como diría Barba Jacob, ajusta su
ser a la eterna armonía.
Durante muchos siglos la aventura
humana pareció demostrar que esa superioridad era indudable, que esa división
era innegable, que la ciudad como corona y síntesis de la civilización era
nuestra conquista más alta, nuestro mayor orgullo y el mejor testimonio de
nuestra condición superior. Durante siglos pareció justificarse la separación
entre lo repetitivo del universo natural y lo ameno, excitante y novedoso de la
empresa humana, y Hegel resumió todo eso celebrando la novela del espíritu como
la realización de la aventura superior de la historia.
Pero desde temprano en la aventura
humana ya estaban Troya y Nínive, Tikal y Tenochtitlan, Kajuraho y Varanasi,
Babilonia y Persépolis: las ciudades de los guerreros y de los mercaderes, de
los escribas y de los sacerdotes, de la voluptuosidad y de la plegaria, de la
soberbia y del arte. La ciudad no era algo nuevo: lo nuevo fue la velocidad, la
proliferación, la explosión demográfica, el paso del trabajo artesanal a la
producción industrial, el paso de la especie humana de huésped agradecida a
abusadora y depredadora del mundo. Y todo desembocó en un imperativo del
crecimiento que amenaza con extenuar el orbe natural que nos sustenta y le hizo
decir a Stephen Hawking que con nuestro estilo de vida y nuestro modelo de
consumo muy pronto necesitaríamos otro planeta.
El más alto elogio de la metrópoli lo
hizo el doctor Johnson a finales del siglo XVIII: “Amigo mío, si alguien está
cansado de Londres está cansado de la vida, porque Londres tiene todo lo que la
vida puede ofrecer”. Ahora sabemos que exageraba, porque si eso fuera cierto
Inglaterra no habría extendido sus tentáculos por todo el planeta, Richard
Burton no habría llegado al lago Victoria, no se habrían dado las guerras del
opio, Byron y Shelley no habrían tenido que huir con sus amores y sus sueños,
ni morir en mares y guerras distantes, y Nelson no habría muerto en su fragata
y el pobre Chatertton no habría expirado en su buhardilla, despreciado por un
mundo del que era la flor más admirable.
Algo le falta siempre y algo le sobra
siempre a la mayor ciudad del universo. Montaigne y fray Luis de León saben
pensar mejor lejos del ruido del mundo, Ovidio y Víctor Hugo saben crear en el
exilio, y algunas de las obras más libres de espíritu humano pudieron crecer
incluso en las cárceles, “donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo
triste ruido hace su habitación”.
(Leído en el Tercer Foro de Cultura Ciudadana, en
el onomástico de San Juan de Pasto).
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