miércoles, 27 de junio de 2018

Lecturas #1


24 Jun 2018 - 12:30 AM
Por: William Ospina
Esta tierra donde es dulce la vida (I)
En la última página de La montaña mágica, Thomas Mann se preguntó si de esa mala fiebre de la guerra que arrasaba en su tiempo los campos de Europa se levantaría el amor algún día; hoy en todo el mundo nos preguntamos si de las caóticas y envilecidas metrópolis que crecen como una enfermedad sobre el planeta podrá levantarse en el futuro una morada humana.
Sabemos que la ciudad fue desde siempre el mejor sueño de la especie; no sabemos a qué horas ese ideal de la civilización se convirtió en un nicho de hacinamiento y de vértigo, de hastío y contaminación, de soledad e incomunicación. Claro que quedan en el mundo ciudades de dimensión humana, en las que aún es posible explorar esa “utopía del habitar urbano”, ese sueño de armonía, equilibrio, solidaridad y creatividad que fue el signo de la ciudad en los mejores tiempos de la historia.
Una frase de Aristóteles está en el corazón de las reflexiones sobre la ciudad: Anthropos phisei politikon zoon. Primero la tradujeron como: El hombre es un animal político. Después dijeron: El hombre es por su naturaleza un viviente urbano. Y más recientemente podríamos decir: El ser humano es un viviente que sólo puede habitar en la cultura. La palabra política deriva de la palabra polis, como deriva de ciudad la palabra ciudadano. Es como si sólo con la polis hubiera nacido la política y con la ciudad hubiera nacido la ciudadanía.
Colombia fue mucho tiempo un país campesino. Aquí era posible vivir en los campos todo el año sin que el clima resultara desastroso. Para europeos y norteamericanos vivir en el campo tuvo que significar inmensos sacrificios, sobre todo en los inviernos, que pueden ser despiadados. En nuestro país ser campesino era más posible, pero el crecimiento urbano tejió un relato de menosprecio y de difamación sobre el mundo rural.
Hace años tuve la oportunidad de visitar con un grupo de escritores una región muy bella, la Moldavia rumana. Nada me conmovió tanto como ver campesinos, que ya no se ven en el resto de Europa, granjas en esos bosques otoñales, personas de distintas edades trabajando en los campos, carretas de manzanas y remolachas llevadas por rojos y enormes caballos, niños saltando por los setos y jugando junto a los arroyos, ancianos amontonando el heno junto a casas llenas de adornos y de flores. Un escritor francés que iba conmigo me dijo con convicción y con cierto entusiasmo que todo eso era premoderno y pronto desaparecería. Le dije que sería una lástima porque era muy bello, y él me respondió con aspereza que yo no sabía cuán duro era vivir en el campo, cuánto sufrimiento humano había encerrado allí.
No discutí, pero no dejé de preguntarme si era tan cierto que la modernidad nos ha librado de una pesadilla dolorosa y nos ha llevado a un mundo con menos sufrimiento, o si por lo menos podemos decir que a cambio de ganar ciertas comodidades materiales nuestra vida se ha empobrecido de un modo considerable, cada vez más lejos de la naturaleza y de su misterio, cada vez más sumidos en el mundo industrial, en el mundo de los artefactos, de las basuras y de la contaminación, con una pesadilla tecnológica como principal horizonte de la historia.
Hay un poema de Robert Browning que se llama La aldea y la ciudad. El poeta enumera las muchas virtudes y excitaciones de la vida urbana comparadas con la simplicidad y el tedio de la vida rural, como podían verse desde Londres o desde la Florencia del siglo XIX. Pero Browning no sigue la costumbre romántica de celebrar el campo, no idealiza la vida rural contra la prisa, el estruendo y el anonimato de la metrópoli, más bien resalta la ironía de que la vida urbana es excitante, prodigiosa y espléndida pero inaccesible. Música, animación, asombro, inventos, novedad, espectáculos, cambio continuo, qué fascinante es todo eso, pero ah, es caro, carísimo… así que el narrador celebra deslumbrado la ciudad pero opta por la aldea.
La gran pregunta que tenemos que hacernos hoy es: ¿sí se justifica la separación del mundo entre lo urbano y lo rural, entre el campo y la ciudad? Los griegos de la época clásica tenían una palabra, asteios, para hablar de lo ingenioso y lo entretenido, y una palabra, agroikos, para hablar de lo monótono y lo aburrido. La primera terminó designando lo urbano y la segunda lo rural, pero es que tal vez ya con la cultura griega nació en Occidente esa tendencia a oponer la naturaleza a la cultura, el campo a la ciudad, el campesino al ciudadano. Al cabo fue en Grecia donde se gestó el triunfo del espíritu y la desacralización de la naturaleza, la tendencia a convertir al ser humano en la medida de todas las cosas y la concepción del hombre como imagen y semejanza de Dios. Lo cierto es que sólo el ser humano hace ciudades que procuran diferir de la naturaleza y triunfar sobre ella, sólo el ser humano parece necesitar un nicho propio y se aparta del orden natural, mientras el resto de las criaturas, como diría Barba Jacob, ajusta su ser a la eterna armonía.
Durante muchos siglos la aventura humana pareció demostrar que esa superioridad era indudable, que esa división era innegable, que la ciudad como corona y síntesis de la civilización era nuestra conquista más alta, nuestro mayor orgullo y el mejor testimonio de nuestra condición superior. Durante siglos pareció justificarse la separación entre lo repetitivo del universo natural y lo ameno, excitante y novedoso de la empresa humana, y Hegel resumió todo eso celebrando la novela del espíritu como la realización de la aventura superior de la historia.
Pero desde temprano en la aventura humana ya estaban Troya y Nínive, Tikal y Tenochtitlan, Kajuraho y Varanasi, Babilonia y Persépolis: las ciudades de los guerreros y de los mercaderes, de los escribas y de los sacerdotes, de la voluptuosidad y de la plegaria, de la soberbia y del arte. La ciudad no era algo nuevo: lo nuevo fue la velocidad, la proliferación, la explosión demográfica, el paso del trabajo artesanal a la producción industrial, el paso de la especie humana de huésped agradecida a abusadora y depredadora del mundo. Y todo desembocó en un imperativo del crecimiento que amenaza con extenuar el orbe natural que nos sustenta y le hizo decir a Stephen Hawking que con nuestro estilo de vida y nuestro modelo de consumo muy pronto necesitaríamos otro planeta.
El más alto elogio de la metrópoli lo hizo el doctor Johnson a finales del siglo XVIII: “Amigo mío, si alguien está cansado de Londres está cansado de la vida, porque Londres tiene todo lo que la vida puede ofrecer”. Ahora sabemos que exageraba, porque si eso fuera cierto Inglaterra no habría extendido sus tentáculos por todo el planeta, Richard Burton no habría llegado al lago Victoria, no se habrían dado las guerras del opio, Byron y Shelley no habrían tenido que huir con sus amores y sus sueños, ni morir en mares y guerras distantes, y Nelson no habría muerto en su fragata y el pobre Chatertton no habría expirado en su buhardilla, despreciado por un mundo del que era la flor más admirable.
Algo le falta siempre y algo le sobra siempre a la mayor ciudad del universo. Montaigne y fray Luis de León saben pensar mejor lejos del ruido del mundo, Ovidio y Víctor Hugo saben crear en el exilio, y algunas de las obras más libres de espíritu humano pudieron crecer incluso en las cárceles, “donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”.
(Leído en el Tercer Foro de Cultura Ciudadana, en el onomástico de San Juan de Pasto).


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