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May 2018 - 2:10 AM
Por: William
Ospina
Habrá un país llamado Colombia
(Este
texto será leído hoy domingo, en el Encuentro Nacional de Jóvenes Caminantes,
en la Selva de Florencia de Samaná, Caldas).
En
Colombia ya hay medio país que ha renunciado al fetichismo del poder, a la
esperanza de que sea a través del Estado y de sus mecanismos tramposos como se
puede transformar a la sociedad.
El
poder político en Colombia está diseñado para ser todopoderoso a la hora de
atornillar lo que existe, y para ser impotente a la hora de cambiar las cosas y
de servir a los ciudadanos. Mucha gente lo sabe y ha renunciado a la esperanza
del poder, al espejismo de la participación y al sainete electoral, pero se ha
atrincherado en la indiferencia, el escepticismo y el repliegue hacia el mundo
privado, olvidando o ignorando que a lo único que no puede renunciar el ser
humano es a la comunidad, porque a la sociedad o se la transforma o se la
padece.
Pero,
¿es posible una acción política por fuera de los cauces y los instrumentos del
Estado? ¿Es posible una democracia por fuera de las elecciones y de los
mecanismos formales de participación? Por lo pronto Colombia ha demostrado que
puede sobrevivir no gracias sino a pesar de las instituciones. Pero es evidente
que ha sido a lo largo de las décadas una supervivencia dolorosa y trágica.
Una
parte de la sociedad está formalizada, trabaja y tributa y vota y se ajusta a
la ley. Pero las grandes mayorías viven en el empleo informal, en el rebusque,
en la marginalidad e incluso en la ilegalidad, porque el modelo económico y
social excluye y arrincona, formaliza para expoliar e incluye para sacar
ventaja, pero no se ha propuesto jamás construir una sociedad democrática
verdadera, un Estado que proteja el trabajo y la familia, que construya una
leyenda nacional viva y compartida, que brinde dignidad, certezas, confianza y
convivencia.
Hace ya
mucho tiempo se socavaron los principios de la confianza y de la convivencia,
hace mucho se estableció la costumbre de gerenciar el miedo, de extorsionar con
el poder, de predicar la confrontación, de vivir del conflicto, de condenar a
los pobres a la ilegalidad para después satanizarlos por ser ilegales. Tiene
que haber una respuesta para el hecho de que aquí todos los enriquecimientos
son ilícitos, los inmensos y generalizados cultivos de la gente pobre son
ilegales, y una lógica de la desconfianza trata por principio a todo ciudadano
como un delincuente.
El
Estado no está para educar, sino para ser educado, dijo alguien. Y hemos
llegado a un momento de la historia en que la crisis de la civilización exige
un cambio radical de costumbres, exige que cambiemos todas las cosas. Una de
las tareas de la inmensa revolución de las costumbres que, a fuerza de
globalización, está comenzando en todo el mundo, es la de reinventar nuestra
manera de estar juntos y nuestra manera de habitar en el mundo. Una revolución
del hacer, del ritualizar y del habitar está comenzando, y no la dicta la
búsqueda de un orden prefijado, sino la necesidad de escapar a los peligros que
se ciernen sobre la civilización y sobre el planeta.
Tal
vez la gran diferencia entre este y otros momentos de la historia radica en que
nunca antes los peligros fueron tan grandes y la búsqueda de soluciones tan
imperiosa. Nos acostumbramos a decir como el texto bíblico: “No hay nada nuevo
bajo el sol”. Ahora sabemos que por fin hay algo nuevo: saberes impredecibles,
poderes casi incontrolables, peligros inusitados. Nunca antes habían surgido
tantos peligros salidos de nosotros mismos y de nuestra manera de habitar. Nada
que hayamos diseñado previamente está a la altura de los desafíos del presente,
y la verdad es que hoy podemos repetir con un estremecimiento los versos
finales del poema La playa de Dover de Mathiew
Arnold: “Porque el mundo que yace ante nosotros como una tierra de sueños,/ tan
variado, tan bello, tan nuevo,/ no tiene en realidad ni gozo ni amor ni luz,/
ni certeza, ni paz ni ayuda en el dolor; / y nosotros estamos aquí como en una sombría
llanura,/ atravesada por confusas alarmas de guerra y de fuga,/ donde
ignorantes ejércitos chocan de noche”.
De esa
noche grávida de peligros y de posibilidades brotará el mundo nuevo. Y por hoy
no cuenta con respuestas, sino con la fecunda luz de unas preguntas. Ahora sólo
sirven los poderes del cuerpo, del instinto y de la intuición, los rumores de
la leyenda, los tejidos del mito, los talleres del arte, los llamados de la
poesía y las resonancias libres del lenguaje. Todo lo instituido está bajo sospecha.
La profunda voz de la tierra nos arroja sus advertencias, el pasado nos ofrece
sus mejores recuerdos, pero nos dice que no hay a donde volver, que esos
bosques ya no existen, que tal vez ya sólo podemos pedir orientación a los ríos
que corren “al norte del futuro”, como decía Paul Celan.
Hace
siglo y medio Nietzsche comenzó su profético libro “La voluntad de dominio” con
una afirmación tremenda: “Voy a escribir la historia de los próximos dos
siglos”. Y enseguida describió nuestra época con una lucidez, una ferocidad y
un detalle verdaderamente alarmantes. Sería la época del nihilismo, del
hundimiento de todos los valores, de la pérdida de todo rumbo, de aridez
espiritual, de angustia, de crueldad y de horror. Ahora ese mismo nihilismo
confunde y desconcierta a muchos porque su angustia tiene diseños sofisticados,
su malestar se fabrica de un modo industrial, su desesperación viene empacada
al vacío, su vacío sobrenatural está provisto de control remoto, su extravío
tiene pantalla táctil, y el miedo al minuto siguiente relampaguea en las manos
de todos.
Habrá
un país llamado Colombia si hay un planeta llamado Tierra, donde el equilibrio
de la naturaleza vuelva a ser la prioridad de las comunidades, donde el milagro
de la vida sea el mejor espectáculo, donde la austeridad sea un verdadero
timbre de aristocracia, donde el afecto sea el principal medio de comunicación,
donde el trabajo, donde el hacer sea a la vez una responsabilidad y un placer,
un modo de expresar la vida interior y un acto de gratitud con el mundo, donde
resolvamos en destreza y en creatividad nuestros desacuerdos, en arte nuestra
energía vital, donde aprendamos a ser rivales sin ser enemigos, donde nos
inclinemos como en la India ante la divinidad que hay en los otros, donde la
religión no sea arrodillarse y darse golpes de pecho, sino cuidar, celebrar y
agradecer y, como decía el Latino, mirarlo todo con un alma tranquila, y donde
aprendamos a habitar cerca del bosque y de sus dioses, protegiendo la salud de
los manantiales, en ciudades humanas que giren silenciosamente como grandes
flores solares.
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