El proletariado
de los dioses
Entre vapores de sudor y óxido, un
gimnasio popular de Barranquilla –un Olimpo de barrio– es el escenario de la
disputa diaria entre un montón de héroes líchigos y la ley de la gravedad.
José María Creonte es uno de los pesistas aficionados más extravagantes
que conozco. Durante los entrenamientos usa una capa al estilo de los
superhéroes, unos zapatos de suela gruesa (es de baja estatura), una camisilla
de malla y una pañoleta en la cabeza. Cuando está fuera del gimnasio es un tipo
tranquilo, formal y de hablar pausado. En el gimnasio se acelera, se torna
infantil y eufórico. “¡Soy un monstruo!”, grita a cada momento alzando los
hombros y abriendo los brazos como si no le cupieran los dorsales.
Me le acerco y le digo que quiero hacerle unas
preguntas para un artículo sobre fisicoculturismo que estoy escribiendo. Me dice
que tiene mucha hambre, que ya se han completado tres horas desde su última
comida, que mejor lo acompañe a almorzar a su casa. Lo conozco desde que
abrieron este gimnasio hace cinco años, pero no conversamos mucho. Nuestra
amistad se limita a las paredes del gimnasio, a algunas bromas y a una mano
cuando necesitamos ayuda con las pesas.
De camino a su casa, va conectado a un
mp3 escuchando la misma música electrónica del gimnasio: una música
repetitiva que parece hecha para los ejercicios. Su casa queda en un conjunto
residencial cerca del gimnasio. Al llegar, le pido prestado el baño. Tiene un
afiche de Arnold Schwarzenegger detrás de la puerta. Casi puedo ver a José
María cagando y mirando el rostro estreñido de Arnold. En la mesa del comedor
ya está servido su almuerzo: media libra de pollo y una montaña de arroz,
acompañadas de un preparado multivitamínico. Delante de su plato hay una hilera
de pastillas: varias píldoras de creatina (para ganar energía anaeróbica y
tamaño muscular) y un par de tabletas de hydroxycut (le ayudan a quemar la
grasa y a definir los músculos). Antes también consumía un producto para
resaltar las venas, Nitrix, pero dejó de usarlo, porque comenzaron a darle
dolores de cabeza.
Cuando José María recuerda su niñez o se mira en
los álbumes familiares, siempre ve un niño quebradizo metido holgadamente en un
disfraz de Superman. Aunque no fuera carnaval ni noche de brujas, él solía ir
vestido como el hombre de acero con su capa roja ondeando en la espalda. Desde
que su mejor amigo en la escuela se cayera de un árbol y se rompiera el cuello,
aquella era su forma de sentirse seguro.
Gran parte de su vida ha transcurrido al lado de
las pesas. Entre tanda y tanda de ejercicios aprendió a bailar, por ejemplo.
Aprovechaba las pausas para que su compañero de pesas le enseñara salsa,
merengue y vallenato. Una vez su papá entró al cuarto de los hierros y los
descubrió en plena lección de baile. El viejo, moviendo la cabeza, farfulló:
“Ya decía yo que ese deporte te iba aflojar los
muelles”.
José María estudió técnica metalúrgica y desde hace
diez años supervisa el proceso de galvanizado en una fábrica de hierro. Sin que
se lo pregunte, me explica que es un proceso mediante el cual se recubre un
material con otro menos noble para mejorar sus propiedades. “Me parece curioso
–le digo– que un material deba untarse de otro menos noble para mejorar. ¿No
será eso lo mismo que pretendemos con las pesas?”.
Mira el reloj: en tres horas tiene que volver a
comer otra ración de proteínas y carbohidratos. Como su horario de trabajo se
extiende toda la tarde hasta la noche, mete otra pechuga y otra porción de
arroz en un portacomidas, recarga un termo con más preparado y alista más
pastillas en una cajita. Cuando vuelva del trabajo, se subirá a una máquina
elíptica que reposa en su cuarto y hará cuarenta minutos de cardio. Antes de
dormir, volverá a comer. Mañana se repetirá la jornada.
Mi horario también es muy rutinario. Todas
las mañanas al levantarme, enciendo el computador y leo varios periódicos.
Luego de desayunar, tomo notas y adelanto un poco. Dejo más o menos organizado
lo que voy hacer en el día y me voy al gimnasio a hacer mis rutinas de
ejercicios. Entreno poco más de una hora. Cuando no completo ese tiempo, me da
remordimiento. José María dice que le pasa lo mismo con las dos horas sagradas
que él le dedica. Es como si se tratara de un karma, coincidimos, así ha sido
durante los veinte años que cada uno lleva alzando pesas.
Si tuviéramos que escoger un santo patrono, creo
que sería Sísifo, ese griego condenado a subir sin cesar una roca a la
cima de una montaña para volverla a soltar. Cuando Albert Camus lo definió una
vez, de paso nos bautizó a todos los pesistas: el proletariado de los
dioses.
Master Gym
El gimnasio es una vieja casa reacondicionada en un
barrio popular. Encima de la persiana metálica de la entrada hay un aviso
luminoso: Master Gym. Las cintas, elípticas y bicicletas estáticas están
alineadas donde antes estaban la sala y el comedor; muchas no sirven. La casa
se amplió a una parte del patio. Debajo de un techo de zinc y sobre un tapete
de caucho agrietado, que cubre a duras penas el piso de cemento, se extienden
las máquinas de musculación, la mayoría de ellas remendadas. Donde antes estaban
las habitaciones derribaron las paredes y construyeron un solo salón para los
aeróbicos. El garaje alberga el área de pesas libres, territorio prácticamente
exclusivo de los hombres. A veces se asoman niños descalzos y sin camisa para
reírse de las caras de sufrimiento que ponemos. Del otro lado de la calle hay
un paradero donde se detienen buses repletos de pasajeros que se quedan
mirándonos extrañados.
Casi todos los espejos del gimnasio están rotos.
Las paredes se ven sucias y la pintura desconchada, sobre todo a una cuarta del
piso, donde la gente tiende a recostar los discos de hierro. Hay calados en
casi todas las paredes, que apenas alivian el calor abrasador. Unos cuantos
afiches, amarillentos y cuarteados por el vapor y los sudores, adornan las paredes:
uno de ellos siempre me ha llamado la atención. Es Sergio Oliva, apodado El
Mito: el único latino que ha ganado Mister Olympia. Lo hizo en tres ocasiones
consecutivas, de 1967 a 1969, y fue el único fisicoculturista en
dejar a Arnold Schwarzenegger de segundo en el podio. Su cara mestiza podría
ser la de cualquier parroquiano y eso de alguna forma alienta a más de un
usuario del gimnasio.
En el salón de aeróbicos hay otros afiches: Shakira
y Beyoncé. Varios carteles, manchados como si alguien se hubiera limpiado en
ellos, advierten: “No limpiarse en las paredes. Demostremos nuestros buenos
modales”. Otros pequeños carteles informan el horario y el precio irrisorio de
la sesión: 1.500 pesos. Hay dos baños. El de mujeres se mantiene limpio,
pero el de hombres parece de una cantina. A veces es tan acre el olor que
desprende, que no se puede entrenar en sus alrededores.
José María compara el gimnasio con el taller de
metalurgia de su empresa, donde solo a punta de golpes y altas temperaturas se
forjan nuevas formas.
http://www.elmalpensante.com/articulo/1546/el_proletariado_de_los_dioses
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